ROQUE ORTEGA MURILLO
Confieso que me agrada estar más tiempo en las cafeterías de la Universidad que en la sala de profesores, lo disfruto. El escenario resulta ser renovador; puedo contagiarme de la irreverencia de los estudiantes y untarme de rebeldía. El acartonamiento y la solemnidad me agobian, pero mi última estancia en ese templo de la insolencia fue perturbadora. No pude resistir el recital de “marica, huevón”; resultó insoportable escuchar cada fracción de segundo esas invocaciones, demasiado chocantes y repetitivas.
En Bogotá, las expresiones “huevón”, o “marica”, no tienen las connotaciones ni de tonto ni de homosexual; son, en cambio, términos inofensivos, de una manera peculiar de expresar afectos, camadería y, de algún modo, connota la proximidad o confianza entre los interlocutores. Así que resulta normal saludarse de esa forma. Lo que más llama la atención es como las chicas se convierten en pregoneras de esa variación semántica. Biológicamente, las mujeres no tienen huevos; afortunadamente, la creación las dotó de una hermosa vagina; por lo tanto, uno esperaría escuchar un “hola, vagina” o algo similar, para ser consecuente con su anatomía; en vez de explicitar ese reiterado homenaje al recipiente del embrión de las gallinas o al receptáculo del esperma masculino.
Todo lo anterior, ilustra los giros semánticos que ciertos grupos sociales, que al trocar denotaciones por connotaciones, contribuyendo así la polisemia léxica, irremediablemente evaden cualquier posibilidad de censura. Ante los cual, los académicos defensores del idioma quedan inermes para emprender una cruzada en contra de esa forma grotesca de saludarse.
De manera análoga, si los españoles leyeran los anuncios de los periódicos colombianos que promocionan las pollas para el Mundial de Fútbol que se va a jugar en Suráfrica, se sorprenderían y pensarían que los sudacas están realizando un concurso cuyos ganadores obtendrían una recompensa fálica, porque para los ibéricos la polla connota el órgano viril. Aceptamos –según se puede inferir– que cada cultura o grupo social y regional le cambia el sentido a las palabras, ya sea para enriquecer o empobrecer el idioma.
Ciertos lingüistas y académicos consideran que el idioma, en su dinámica creativa, inevitablemente tiene sus caprichos al introducir nueva terminología o multiplicar los significados de la ya existente; así la jerga que surge del habla juvenil termina enquistándose también entre el resto de miembros de la comunidad.
Así conversan habitualmente dos alumnas universitarias:
-Hola, marica.
-¿Qui´hubo?, marica.
- Bien, huevón, marica.
- ¿Cómo estuvo la clase?, huevón.
-Huy, marica, chimba, huevo.
- Marica, yo no pude venir, marica.
- Marica, el profesor bajó un punto para el primer corte, huevón.
-No, cagada, marica, voy hablar con ese marica; marica, para que me dé otra oportunidad.
-Óyeme, ¿te gusto la película?.
-No, marica.
- ¡Y eso, huevón¡
-No marica, muy huevona.
- Me gusto fue Avatar.
-¡Huy, marica huevón, rechimba!
Durante treinta minutos se desarrolló esa conversación insulsa, sin ninguna profundidad –desde mi punto de vista–, al tiempo que el resto de las charlas en las otras mesas eran similares. El cacareo de esas dos palabras –marica, huevón– me hizo salir raudo del lugar. No es que me considere un purista o dinosaurio del lenguaje, puesto que, además, provengo de una región que es campeona en cambiarle el sentido a las palabras y de adicionar nuevas al lenguaje coloquial; por supuesto, palabras que no están autorizadas por la Real Academia Española, pero que con toda seguridad son más conocidas y utilizadas en el argot popular. Lo que critico de esas acepciones es que se usan como los únicos recursos lingüísticos, sobre todo en el ámbito universitario: la repetición resulta molesta al oído, se torna cacofónico; circunstancia que denota una pobreza de léxico para la realización del proceso comunicativo.
Sin duda, el lenguaje es un órgano dinámico y en permanente cambio, una fuerza viva, dialéctica; cada generación, grupo social, subcultura o estrato, inventa, modifica y reinventa palabras, la cuales, en ocasiones terminan siendo aceptadas por la Academia, al tiempo que adquieren universalidad en su uso, y sin importar que ello atente contra las normas establecidas. Pero también es necesario, como dice Luis Felipe Palencia Carrat, tratar de cultivar un lenguaje fluido, elegante, sobrio que evite los vulgarismos y el empobrecimiento.
Las cafeterías de las universidades son un templo donde se puede ejercer un espacio de discusión, de intercambio de conocimientos, de propuestas y discernimiento de los aconteceres de la sociedad; constituir un laboratorio para la creación de nuevas palabras que fomenten el enriquecimiento de nuestro léxico.
Esa variante semántica de las palabras “marica” y “huevón” ha hecho metástasis en la ciudad, hasta el punto que a ciertos profesores, en sus conversaciones diarias, les escucho a uno que otro, saludar igual que los estudiantes. No es una circunstancia tan repetitiva pero es fiel muestra de cómo el deterioro léxico invade todos los estratos y grupos sociales, trascendiendo los estragos cotidianos que ya produce en los claustros universitarios. Queda planteada, pues, la discusión en el ámbito académico en torno a la aceptación de esta nueva forma de manifestarse cariño a saludarse. Como muestra de ello, un colega que casualmente me escuchó leerle este artículo a una compañera, se despidió diciendo: ¡Qué buen artículo, marica, huevón!